Desde el momento en que nacemos, nos enseñan a los hombres a ser fuertes, a no mostrar debilidad, a mantener las emociones bajo control. Nos dicen que ser vulnerable es algo que no nos pertenece, que el dolor debe guardarse en silencio, que la ayuda no es una opción, sino una señal de fracaso. Y, sin embargo, ¿Qué sucede cuando el dolor no se puede ocultar? ¿Cuándo la vulnerabilidad es una necesidad y no una debilidad? En el caso de la agresión sexual, este silencio se convierte en un peso insostenible.
Imagina, por un momento, a un hombre que ha sido víctima de abuso o agresión sexual. ¿Cómo puede él siquiera empezar a comprender lo que sucedió si desde pequeño le han enseñado que los hombres no pueden ser víctimas? Que el dolor no es para ellos, que las emociones son algo ajeno a su naturaleza. Crecer bajo esa creencia hace que muchos hombres, cuando sufren una agresión sexual, no sepan cómo nombrarlo, cómo darle un significado que encaje con su identidad masculina. Muchos guardan silencio, no porque no sientan el dolor, sino porque esa misma sociedad les ha dicho que no tienen derecho a sentirlo de la manera en que lo hacen. La victimización se asocia a lo femenino, y si un hombre es víctima, se enfrenta a la vergüenza de no cumplir con los estándares de su propio género.
Es como si vivir bajo esos roles de género rígidos fuera la única forma de mantener un control sobre la situación, como si evitar la feminidad fuera el único camino para mantener un semblante de poder y seguridad. Pero, ¿Qué pasa cuando ese poder se ve violentado, cuando el control se pierde? ¿Cómo se enfrenta un hombre a esa experiencia si las normas sociales le dicen que no tiene derecho a expresar su dolor?
Muchos hombres, incluso después de una agresión, se sienten confundidos por lo que vivieron. Puede que nunca encuentren las palabras adecuadas para describir su dolor, o peor aún, pueden caer en la trampa de minimizar lo sucedido, convencidos de que “no es para tanto”. El miedo a perder su identidad, a que su masculinidad quede puesta en duda, los paraliza. ¿Cómo puede un hombre reconocer que fue agredido sexualmente sin sentir que, al hacerlo, pierde una parte fundamental de quién es? “¿Qué pasaría si acepto que fui víctima? ¿Eso me hace menos hombre?” Esta es la gran pregunta que muchos nunca se atreven a hacer.
A veces, lo que ocurre es aún más complejo. Algunos hombres no llegan a identificar su agresión como tal porque lo que vivieron fue parte de una “tradición” o un “rito” de iniciación. Se les enseña que el abuso o la agresión sexual son normales, o al menos, parte de un proceso aceptable en ciertos contextos. O quizás, en el proceso, experimentaron una respuesta física involuntaria, como la excitación, y eso añade una capa de confusión aún mayor. “Si parte de esto me gustó, ¿realmente fue abuso?” Son preguntas que flotan en la mente de muchos hombres, preguntándose si tienen derecho a sentir lo que sienten.
Pero el dolor detrás de este silencio es real, y se manifiesta de formas poderosas. La ira, esa emoción que la sociedad permite que los hombres expresen sin que se les juzgue demasiado, se convierte en un refugio. La ira es más aceptable que el llanto, más comprensible que la tristeza. Sin embargo, detrás de esa ira, suele haber un miedo profundo, una herida que nunca sanó. Cuando los hombres finalmente encuentran la fuerza para buscar ayuda, esa ira puede ser lo primero que aflora, porque es lo único que saben cómo manejar. Pero esa ira no es más que un grito desesperado de dolor y confusión.
Para los terapeutas, los amigos, y los familiares que intentan acompañar a un hombre que ha sido víctima de abuso sexual, este tipo de ira puede ser desconcertante. Muchas veces se reacciona con miedo o rechazo, sin comprender que lo que se está viendo es una máscara que oculta algo mucho más profundo: el sufrimiento, la vulnerabilidad, la angustia de haber sido agredido y, al mismo tiempo, la imposibilidad de aceptarlo debido a las normas sociales que dictan lo que significa ser “hombre”.
Es importante recordar que no todos los hombres son iguales, ni sus experiencias lo son. La categoría social de “masculinidad” abarca una diversidad de identidades y experiencias que influyen en cómo se responde ante la violencia. La cultura, la raza, la orientación sexual, la edad y muchas otras variables sociales juegan un papel crucial en cómo un hombre percibe y reacciona ante el abuso sexual. Lo que puede ser una experiencia devastadora para un hombre puede verse atravesado por la complejidad de otros factores. Cada historia de abuso es única, pero el dolor, la vergüenza y la confusión son universales.
Urge transformar nuestra visión de la masculinidad. Necesitamos ver a los hombres no solo como protectores, sino también como seres humanos completos, capaces de ser vulnerables, de sufrir, de sentirse perdidos. Porque ser vulnerable no los hace más débiles, al contrario, los hace más humanos. La verdadera fortaleza no reside en la rigidez ni en ocultar el dolor, sino en la valentía de enfrentarlo y de vivirlo sin temor al juicio. Es hora de romper el silencio, de permitirles que reconozcan su sufrimiento, que se den el permiso de sanar sin sentirse avergonzados. No se trata solo de cambiar un concepto, se trata de salvar vidas, de permitirles ser quienes realmente son.
Según la Doctora Brené Brown el hombre que se atreve a mostrar su debilidad es el que, en realidad, posee la mayor fortaleza. Sólo se le pide eso, por ellos y por todos.

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